Megalomanía

Es una enfermedad común a muchos que se ven tocados por el éxito. A veces, confundiendo ambición con infalibilidad, los megalómanos desaprovechan su talento en aras de una gloria que piensan que les pertenece. Es el caso espantoso de Aznar cuando se creyó el legítimo heredero de los Reyes Católicos, aliándose con quien hiciera falta para iniciar las Cruzadas de la era moderna. O el más reciente de nuestro Frank Zappatero, empeñado en pasar a la historia como el hombre que acabó con la ETA. ¡Iluso! Pero jugando con el apellido de nuestro ZP me iré a ese refrán tan español de «zapatero a tus zapatos» y pasaré a comentarles dos claros ejemplos musicales de megalomanía: Prince y Andrés Calamaro.

Me encantan ambos. Tengo 11 discos del primero y 5 del segundo, aunque estos últimos tienen menos mérito porque me los regala mi compañía. O sea, que quede claro que me gustan mucho, aunque está claro que a ambos se les fue la olla en algún momento, ¿no?. A Prince, de quien Bowie dijo que «los ochenta le pertenecían» le empezó a entrar la neura de que todo lo que hacía era bueno y empezó a cabrearse con la compañía, publicando discos a un ritmo vertiginoso contra la voluntad de ésta, cambiándose el nombre porque lo de «principe» (nombre real) ya se le quedaba corto por el más absoluto de «love symbol», es decir un símbolo gilipollesco de amor o algo así. Y los discos, pues poco a poco más coñazos, con lo que su prestigio se ha ido derrumbando progresivamente. Menos mal que últimamente parece haber entrado en razón y aunque mantiene sus tics irritantes (esas vestimentas imposibles, esas macizas de plexiglás, esa altivez de divo) ha vuelto a coger el pulso. Su último disco, «3121», es seguramente lo mejor que ha hecho al menos en una década, aunque no llegue al nivel de sus obras maestras.

Lo de Calamaro, cuyo genio no puede compararse al primero, nos es sin embargo más cercano. Me empezó a gustar con Los Rodriguez, a partir de «Sin documentos», y desde entonces siempre seguí su carrera con interés tras haber compartido escenario con él en una movida de los 40. Disuelta la banda, se presentó en solitario (en nuestro país, que ya en Argentina tenía material publicado) con el estupendo «Alta suciedad», aunque ya comenzaba a dar muestras de su megalomanía publicando material de segunda en su serie de «Grabaciones encontradas». «Honestidad brutal», su siguiente trabajo, no es una obra maestra absoluta porque le sobran canciones: de las 37 hay como unas 15 prescindibles en mi opinión. Aún así, ese disco es una joya; sólo hay que utilizar el mando de vez en cuando. Pero lo del «Salmón» con sus más de 100 temas ya no hay quien se lo coma, ¡hombre!. Siendo bondadosos hubiésemos sacado un buen cd simple de ahí. Y ya luego nuestro Andrés, cegado por una espiral autodestructiva de farlopa y lamentos por su chica que ya no le quiere, se pelea con tirios y troyanos y se empeña en regalar sus temas por internet, ante la negativa de su compañía por sacar a la luz tamaño desbarajuste. Igual que Prince, ¿no?
Ambas historias parecen tener final más o menos feliz. A Calamaro lo rescató un buen álbum de versiones que tenía «Estadio azteca», fabulosa composición de su época de delirio. Con el mismo equipo de producción y músicos se ha descolgado este año con el estupendo «Tinta roja», tangueando que da gusto entre flamencos y argentinos, y recientemente ha vuelto al pop con «El palacio de las flores», que aunque no entra a la primera, desde luego tiene canciones estupendas. Sinceramente, me alegro por él, como músico y como oyente.
Así que aprendan de estas historias, músicos con sobrante de ego: el creerse Dios sólo conduce a la incomprensión y al olvido. He dicho.

(Me uno momentáneamente al club de los megalómanos regalando «Los que vienen y se van», canción parcialmente fallida -al menos yo lo reconozco- del año 1999 cuyo principal atractivo es haber sido el embrión de la actual «Las palabras sólo son palabras». Aproveché parte de los acordes del tema, cambié melodía y letra, añadí a Susana y ¡hala!, al Polo Sur. Lo envío por si algún seguidor tiene curiosidad por ver como unas canciones se convierten en otras, ¿vale?. Bajo y guitarras son de Agustín Ansorena, programación y teclas de Roberto Cantero y coros de Alfonso de Jesús Jiménez, Agustín y mios. La letra es de Antonio de la Rosa. El sonido, algo cutre, lo siento.¡Qué tiempos!)